Cruzar la frontera en tren fue relativamente sencillo. Apenas bajé en territorio tano me dispuse a localizar a mi único contacto: un caporal muy valiente bajo cuyo mando llevé a cabo diversas misiones en la época de Mozambique. Mirabal. Compañero de faena. Amigo inseparable en los años de la Legión Extranjera.
A Mirabal siempre lo identifiqué con el pseudónimo que había escogido porque evocaba a la templada región suramericana de la que provenía. Allende los Andes en el extremo oeste de la cordillera, país del que escapó poco después del golpe de Estado aquel fatídico 11 de septiembre de 1973.
Hasta el día del golpe Mirabal era estudiante, muralista y miembro del partido comunista. Pero el golpe puso a prueba su hombría. Mientras las bombas de los aviones de la fuerza área chilena retumbaban en el Palacio de la Moneda, Mirabal resistía con valentía hasta el ultimo minuto junto a los miembros del grupo de apoyo al presidente. Cuando los milicos tomaron el recinto se tumbó cerca de los caídos al lado de un picharque de laguna ensangrentada, contuvo la respiración y fingió estar muerto. Los soldados apilaron su cuerpo con el resto de los abatidos y lo lanzaron a la parte trasera de un convoy militar del que pudo saltar cuando ya estaba lejos del centro de la ciudad, en las afueras de Santiago. Desde allí se fue cojeando hasta una sección industrial donde aun se luchaba contra las tropas del general Pinochet.
En diciembre de 1973 logró llegar a la Argentina y de allí rumbo a Francia, territorio neutral que le dió cobijo gracias a las buenas gestiones de sus amigos montoneros. Tan pronto como llegó a Lyón se enroló en la Legión Extranjera, una institución que hizo de él un hombre de bien. Sirvió mayoritariamente en África, lugar en que le conocí a finales de los noventa.
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